jueves, 11 de abril de 2013

El Tunel

Sofía y Salvador habían estado discutiendo. La travesía en automóvil había sido larga y extenuante. Este viaje lo habían planeado desde hace mucho tiempo: el destino turístico elegido era el del momento, el más popular. Sin embargo, el trayecto a través de desiertos y parajes desolados, al final, los alteró y los hizo reñir. Desde hacía un par de horas no se habían dirigido la palabra y resentidos, solo se miraban de soslayo, en momentos.

De pronto, en el camino apareció, debajo de un gran cerro, un oscuro túnel. Ingresaron en él. Muy a lo lejos, en medio de las tinieblas, se percibía una pequeña luz: era la salida.


Fue en ese instante en que, a su lado, escuchó aquella voz susurrante. Era un soplo asexuado y apresurado que le estremeció al sentirla en el oído:
“Cuando dormías me levanté y me quede frente a ti, de pie, durante horas, en el silencio. Luego, en cuanto escuché el llamado de la noche, bajé las escaleras a cuatro patas, lamiendo el piso y aullando la letanía secreta. Salí de la casa y dancé entre la lluvia, mientras me arañaba el rostro y el pecho… sangre, lodo, lágrimas… era delicioso”
Con asombro, asco y temor, miró hacia esa sombra que le hablaba. Al frente, en el camino, la luz crecía, pero a un ritmo lento y desesperante.
El susurro, atropellado, jubiloso, irónico, prosiguió:
“El llanto del dios blanco me sacó de aquel éxtasis. Corrí frenéticamente y subí las escaleras, dejando un rastro de la espuma y la mucosidad que me corrían por la boca y la barbilla. Seguías en el lecho, tu sueño era profundo: el dios lloró desde allí, me llamó. Abrí tu boca y me asomé con ansiedad: entre la húmeda negrura percibí al dios blanco, se retorcía, estaba hambriento. Sus ciegas antenas golpeaban en tu traquea y su largo cuerpo, se anudaba en tu garganta con ansiedad. Me llamaba.”
La luz, el automóvil, su marcha parecía falaz. La angustia y la repugnancia colmaban su ser.
Aquella voz neutra, casi infantil, ahora estremecida, continuó:
“Al percibir mi demora, el dios blanco, dolido, se hundió en tus entrañas. El temor de perderle me hizo decidirme: con una mano sujete mi lengua y entre alaridos tire de ella hasta arrancármela. El chorro de sangre que broto de esa herida me bañó el rostro, el dolor casi me hizo perder la conciencia… pero era delicioso. Sin pensarlo más quise darle la ofrenda al dios blanco: metí mi mano con su preciosa carga en tu boca y empuje con todas mis fuerzas.
Cuando sentí que el dios blanco, agradecido, aceptaba el sacrificio y comenzaba a alimentarse de él, tú despertaste…percibí tu sorpresa, tu temor, tu furia… mordiste mi brazo una y otra vez y enceguecido de dolor, supe por fin que el dios, agradecido, había correspondido a mi ofrenda. Era delicioso… entre sangre, bramidos, carcajadas y llanto, canté la letanía secreta hasta que el alba nos sorprendió con su luz….”
Lo deslumbró un gran resplandor: habían salido del túnel. Estaba a punto de gritar de espanto. El camino seguía serpenteando hasta el horizonte y el automóvil avanzaba libre en esa despejada ruta. Uno de ellos encendió la radio apresuradamente. La melodía de moda sonó entre el rumor del motor y el aire del desierto. Por fin se miraron, con miedo, como si temieran no reconocerse, luego Sofía y Salvador intercambiaron sonrisas nerviosas. Prosiguieron su viaje.
Sin mirar atrás, ambos supieron que el túnel ominoso y oscuro, como un ojo ciego, les miraba partir, abierto rotundamente, infinito, como el bramido de un oráculo extático.

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